Es la escena más macabra, que nadie se imagina que incurra en plena Navidad del 2022. Era un escenario atípico, o más bien, común, aunque no se reconozca públicamente, porque se trataba de una urbanización clasemediera en la capital. En Cupey concretamente. Urbanización el Cerezal.
En la calle Orinoco, la hedionda peste volvía locos a los vecinos que no sabían qué pasaba dentro de esa casa color rosa desteñido, de ese que lleva años, o quizás décadas, sin pintar. Sucia, desmejorada, con yerbajos que evidencian la decadencia.
Hasta hace unas décadas en esa urbanización vivían muchas familias y trabajadores, ahora, como pasa en muchos lados, ya no hay niños. Abundan las casas abandonadas y viejos solos en esa cara de la pobreza que nadie quiere admitir en un Puerto Rico de una Junta de Control Fiscal que bota millones en asesores y un gobernador que anuncia bonos de Navidad a empleados públicos, para que se olviden de Luma y de la crisis fiscal real.
De dentro de la casa, las moscas, cucarachas y arrieros fueron los testigos de lo que de verdad pasó. Una señora de cerca de ochenta años yacía tirada en el piso. Llevaba más de una semana muerta. Su hija, de poco más de 50 años, estaba ida. Tiene la condición de Síndrome Down profunda y su mentalidad es menor a la de un niño de apenas cinco a seis años, así que no entendía nada. Ella pensaba que su vieja mamá estaba durmiendo. Así, como pudo, le tiró una vieja y roída sábana blanca para arroparla.
Ella tenía hambre y sed. Y calladita, sin entender, el hambre y el cansancio la dominaban. Absorta en ese mundo en el que viven miles de personas con impedimentos, esperaba junto al cadáver de su madre, quizás su propia muerte. La encontraron deshidratada y con síntomas claros de inanición.
Si macabra fue la muerte, más macabro fue el olvido. Eso pasó este jueves, sí, aquí en Puerto Rico. En San Juan.
Los vecinos, desesperados, llamaron a la Policía estatal que llegó a la escena. Llegaron con paramédicos de Emergencias Médicas Municipal y la Oficina Municipal para Manejo de Emergencias de San Juan, no del gobierno central. Ahí no estuvo el Departamento de la Familia ni el de Salud, que llevan semanas botando millones en propaganda. Quizás en vez de pautar dos anuncios en televisión, o cancelando el programa ese de logros que sale por televisión, el dinero daría para atender casos así. Pero no. Las prioridades de los gobiernos son otras. Son los votos y la botadera de chavos, no la gente. Pierluisi, Laboy y Marrero deben estar planificando y asistiendo a sus fiestas navideñas, mientras que en Puerto Rico sólo Dios sabe en verdad cuánta gente está como esa familia.
La señora murió por causas naturales y a la hija la trasladaron a un hospital. Luego, según se informó, un hermano se haría cargo de ella. Y entonces uno se pregunta, ¿un hermano? ¿El mismo hermano que pasó quién sabe cuántos días sin saber de ella ni de su mamá, y que se enteró cuando los vecinos, cansados de la peste, se quejaron? ¿Cómo es que nadie extrañó a esa viejita antes? ¿No la vieron botar la basura en casi tres semanas? De milagro la hija no se murió de hambre o cogió alguna enfermedad con ese cadáver al lado.
Vivimos en un país donde muchos no quieren asumir responsabilidades y cargas. Como siempre pasa con las personas con los viejos y con las personas con impedimentos, suelen ser una vergüenza para muchos de sus familiares. Por eso los desprecian y abandonan. De la boca para fuera dicen que los quieren, pero los buscan ni comparten con ellos con el pretexto de que no los entienden, o que no saben cómo atenderlos, o que no tienen tiempo.
El tiempo. Maldito tiempo que le roba humanidad a los seres humanos. Esa es la excusa para no atreverse a decirles de frente “te odio”, “me repugnas”, “me avergüenzo de saber que tengo un pariente que tiene Síndrome Down, o que es ciego, o tiene autismo”. Sí, eso es lo que ese “no tengo tiempo” de verdad comunica. Es el desprecio de una sociedad que sólo premia a lo “lindo”, a lo que es “normal” y aplaude a los que dicen llamarse comediantes, que siempre se burlan de los demás. Quizás por eso en Puerto Rico dicen tanto la palabra “anormal” como insulto. Nadie quiere admitirlo.
Esa historia me caló hondo porque también soy mamá sola de una niña-joven especial, que aunque no tiene Down, sola no puede estar. ¿Y qué pasa con uno cuando una no esté? Ese pensamiento que me agobia y me hace llorar. ¿Habrá alguien que vele por sus sueños y entienda ese mundo en el que a veces navega? ¿habrá quien le haga la comida, que le dé un sobito con Vicks por la espalda cuando tose o que le añoñe en momentos tristes y se ría en los felices?
Según cifras del gobierno, en Puerto Rico se estima que hay cerca de 900,000 adultos mayores de 60 años. La población de personas con impedimentos se estima en más de 300,000 adultos y cerca de otros 200,000 niños. Más o menos el total de ambos grupos podría estimarse en más de una tercera parte de la población total en este país. La pregunta que nos tenemos que hacer es, ¿estamos preparados para atenderlos?
Así como esa mujer con Síndrome Down y su madre, hay miles de hogares en condiciones parecidas y peores. Viejos que son cuidadores cuando ellos necesitan ser cuidados. Niños que viven con familiares que son sus violadores. Mujeres con miedo a escapar para que no las maten. Esto pasa en los campos recónditos a donde no llega el dinero y muchos se volvieron a descubrir recientemente después del huracán Fiona. Pero también están en las urbanizaciones y condominios. Hay un fenómeno de gente que fue clase media y hasta alta, que viven en casonas de áreas de ricos, pasando hambre.
Ah, pero los políticos, bien gracias. Se hacen selfies, salen en la televisión, y hablan del aborto y de contratos y de cualquier otra cosa. Buscan barriles de tocino y presupuestos para hacer parques y obras que terminan en elefantes blancos, mientras la gente languidece en la soledad y la pobreza. Siguen en lo suyo, guisando. No son todos, claro. Hay políticos decentes también, pero cada vez son menos. A los que son decentes son a los que atacan y callan, porque la maldad abunda.
Es a nosotros, el pueblo, quien nos toca. Las entidades comunitarias no dan abasto y esta crisis social está ahí. Es hora de admitirlo y cambiar esa historia. Propongo que lo hagamos aunque sea porque estamos en la Navidad.
Por Sandra D. Rodríguez Cotto