La incómoda ironía de una candidata en un debate que no convenció a nadie
Por Wilda Rodríguez
Periodista
Debe ser difícil mantener la misma sonrisa socarrona frente a las cámaras por dos horas. Jennifer González lo logró en el debate de los candidatos a la gobernación.
Llegó un momento en que me molestaba, porque los planteamientos no daban ninguna gracia. Entendible cuando quería reaccionar con ironía a lo que expresaban sus contendientes. Pero, ¿todo el tiempo? ¿Aun cuando se hablaba de las desgracias de este país? Creo que la vi una vez seria, cuando no la estaban enfocando.
Una sonrisa socarrona puede ser de burla, ironía o desprecio. Pero también puede ser de protección ante el miedo o la ansiedad, igual que el papel de víctima que les ha dado con asumir a portavoces del Partido Nuevo Progresista. En ese caso, según los expertos, la persona se victimiza para no afrontar responsabilidades porque no está preparada para el fracaso.
En el caso de la sonrisa de Jennifer, obviamente se protegía de proyectar la más pequeña inseguridad en su triunfo el 5 de noviembre. Esa ha sido la marca de su campaña y la quiso reforzar en el debate. Para los suyos lo debe haber logrado. Para los demás fue “bullying”, nada extraño a su persona política.
Sobre el debate hay poco que decir. El formato no proveyó un balance adecuado de exposición a los candidatos; las preguntas de los periodistas fueron muy buenas, aunque algunas premisas eran muy largas. Tal y como se esperaba, Juan Dalmau y Jennifer González exhibieron su costumbre a la polémica; Javier Jiménez resultó menos polemista de lo que se esperaba y Jesús Manuel Ortiz empezó bien y llegó a estar patético. Como debate, no sirvió de mucho.
Un debate no es una garata. Pero en eso la han convertido los políticos modernos y han logrado provocar miedo en los moderadores y periodistas, que se cuidan muchísimo de que no se les considere parte del debate.
Se supone que es una confrontación organizada de ideas contrastantes, como también se supone que sea un intercambio sensato y educado. La pregunta es si se puede lograr eso entre personas que no exhiben ninguna de esas características o entre debatientes que las exhiben y debatientes que no.
Entonces, ¿por qué insistir en llamar debates a estos ejercicios de demagogia y electoralismo? Llamémosle pelea y ya. Y déjenlos pelear. O descarten estos espectáculos.
Yo prefiero un intercambio entre un moderador culto e inteligente y los candidatos uno a uno, o hasta de dos en dos. Meter a ocho personas en un estudio a fingir en la mayoría de las ocasiones es, en el mejor de los casos, un engaño y una burla a los electores.
Muchos lo saben y lo entienden, pero se someten a la parodia por muchas razones que van desde curiosidad hasta trabajo, y hasta deseo de burla. Lo ven buscando de qué reírse de los candidatos a los que no favorecen. Leí más anoche en las redes sociales del vestido de Jennifer González que de su discurso, por ejemplo.
Por más que traten de parecer estoicos, los periodistas se sienten incómodos en el ambiente que saben es un espectáculo del que participan por obligación de su oficio y por el que probablemente serán juzgados. No lo hacen por gusto, se los garantizo. El moderador, por más simpático que sea, sabe que no está en control de nada de lo que pasa. Eso es bien incómodo también.
¿Y los candidatos? Los candidatos están allí por obligación o por necesidad. La obligación de enfrentarse a oponentes que por lo regular no respetan y hasta desprecian. La necesidad de presentarse ante el electorado como seres sensibles y civilizados, y tratar de exponer sus ideas al mayor número de votantes simultáneamente. La ilusión de que un debate les va a conseguir el triunfo eleccionario no existe, porque saben que no es así.
Las estadísticas tienden a negar la percepción de que los debates le cambian el voto a la gente. Lo más cercano a una ganancia en votos a causa de debates es entre los indecisos. Dos profesores universitarios estadounidenses —de Berkeley una (Caroline Le Pennec) y de Harvard el otro (Vincent Pons)— hicieron un estudio sobre las elecciones en 10 países, incluyendo Estados Unidos, entre 1952 y 2017. Concluyeron que los debates presidenciales no influyen significativamente en favor de uno u otro candidato.
Otro estudio (McKinney & Warner) concluyó en 2013 que casi el 90% de los electores encuestados que vieron debates presidenciales entre 2000 y 2012 mantuvieron su selección de candidato previo al debate. Un 7% escogió candidato basándose en el debate, pero estaban previamente indecisos. Solo un 3.5% cambió su decisión por razón de un debate. En 12 años, que equivalen a tres elecciones.
Eso lo saben los candidatos, pero se someten igual al ritual de democracia.
Expertos en el tema creen que más influye en los televidentes lo que los candidatos no dicen y su lenguaje corporal.
De ser así, podemos concluir que lo que Jesús Manuel Ortiz no dijo sobre el estado libre asociado se notó más que lo que dijo sobre todo lo demás; que las veces que Javier Jiménez no contestó las preguntas de los periodistas se notaron más que las que contestó; que la agresividad pasiva en la sonrisa de Jennifer González se notó (y le sirvió más) que el contenido repetitivo de sus contradicciones (como el cambio en postura sobre la cancelación del contrato de LUMA); y que el arrinconamiento de Juan Dalmau, gracias al formato del debate, se notó más que sus respuestas.
Ninguno de los cuatro ganó o perdió un voto con ese debate.
La mayoría de los candidatos va a los debates con otra ilusión: que el adversario meta la pata, haga el ridículo o le saquen a relucir algún entuerto personal o político. A excepción de una alusión a un primo de González y su negativa a que mantenga una relación verbal con el pariente, no se dio la satisfacción a ninguno de ver rodar a los otros por el suelo.