Residente no lo pudo decir mejor: “Quiero caerle bien a to’el mundo, como un pastel de crema”.
En su nuevo vídeo titulado Quiero ser baladista, nos restriega en la cara eso que a muchos les cuesta admitir. Que en la sociedad de likes y follows en las redes sociales, de la imagen perfecta en la televisión y los medios, si te sales del carril, te descartan. Estás fuera. Para ser aceptado tienes que ser del montón, porque si hablas lo que piensas, caes mal.
Hay que decir que nos “consterna” la masacre de cinco jóvenes, y no decir que el Comisionado de la Policía, Antonio López Figueroa fue un imberbe al pedir a los jóvenes que se alejen de las “malas amistades” cuando se le preguntó una solución al problema del aumento en matanzas de niños.
Prefirió decir eso en vez de admitir que la Policía manda a sus oficiales a golpear manifestantes en las protestas ambientales, pero para atender el crimen y sus víctimas, nunca hay agentes.
Decimos que nos dolió el vil asesinato de Keishla Rodríguez, pero la gente calla al ver abogados y analistas salivando en la televisión con sus teorías de las penas de cárcel que deben cumplir Cádiz y Félix Verdejo, sin pensar mucho en la tragedia total de ese caso.
Mejor hablemos de hung jury que tener que explicar la sociedad del narco y las redes intrafamiliares de todos los vinculados a esa horrible muerte.
Y no hablemos de los viejos solos, porque ese titular nadie lo lee ni lo asume, ni lo mira, hasta que de pronto, sale un vídeo y fotos en Facebook de los libros llenos de meao y caca de ratas que había en la biblioteca y terraza de la insigne escritora, catedrática, y exdirectora del Instituto de Cultura Puertorriqueña, Lilliana Ramos-Collado.
Entonces se acordaron de ella.
Lilliana no era mi amiga, pero la conocí y conversamos muchas veces. Me consta que ella siempre fue catalogada de “difícil”, o “problemática”, por ser vocal. Decía lo que pensaba, muchas veces sin filtro, aunque después de debatir, sé que ella pasaba página y hasta era capaz de ayudar con quien tuvo diferencias. Aun así, le caía mal a la gente porque en ese mundo de la cultura, esos estilos de absoluta libertad y honestidad intelectual no suelen ser apreciados.
Para personas como Lilliana, el precio de decir lo que se piensa es la soledad. Bajita, bocona, mujer, lesbiana, inteligente. Muchas de sus verdades no se perdonan, especialmente, el decir la verdad.
Me preguntaba cuántos de los que se preocupaban por los libros que ella dejó en su biblioteca alguna vez la buscó. ¿Le preguntó alguien alguna vez si ella tuvo hambre o si deseó tomarse con un café?
No. Los viejos se quedan solos.
Muchas otras escritoras que también osaron decir verdades, que asumieron posturas fuertes y divergentes, murieron solas. Como Julia de Burgos en Nueva York. O quizás Angelamaría Dávila, cuyos últimos años los vivió en ese horror que es el mundo del Alzheimer.
¿Decir una verdad como bofetadas que te aíslan, o vivir en la hipocresía de las imposturas habituales del ser puertorriqueño?, esa es la pregunta.
Si para ser aceptada hay que claudicar a lo que se es, mejor no ser nada.
“Siempre por el centro, nunca a la extrema, sin asumir postura’ de ningún tema, porque no quiero problema’. Caerle bien a to’ el mundo como un pastel de crema. Quiero ser humanista, quiero dejar de acribillar artista’, Y que las cabeza’ ya no rueden por la pista. Quiero pronunciar las eses en todas las entrevistas. Desde hoy quiero ser baladista”, soñaba Residente en su vídeo antes de que Ricky Martin le entrara a tiros y se le orinara encima.
Y yo pienso que, en el concurso de caerle bien a todo el mundo, hay que tener los siete fondillos, caminar por el medio y no pelear, porque si no, te odian. Total, cuando estés viejo y enfermo, se pelearán por tus libros.
Por Sandra D. Rodríguez Cotto