Narashino, 10 de diciembre de 2021 (EFE) – Aves migratorias viajan miles de kilómetros de Siberia a Australia y en el circuito transpacífico recalan en la bahía de Tokio, donde una reserva natural ha logrado, con la ayuda ciudadana, resistir a la urbanización desenfrenada.
El ruido incesante de una autopista elevada incomoda al llegar a Yatsu-Higata, un humedal costero al este de Tokio. ¿Realmente estamos en una reserva natural protegida, una marisma de 40 hectáreas conectada por dos canales a la bahía de la capital nipona y hogar de 60 especies de aves playeras y migratorias?
Yatsu-Higata es un oasis acuático donde el agua del mar entra y sale al ritmo de las mareas. Se encuentra medio escondido entre una autopista que lo esquiva y numerosos residenciales, en la localidad de Narashino (Chiba), a los pies de una bahía compartida con la metrópolis asiática.
A puertas del Pacífico y de la gran urbe japonesa, este humedal protegido resiste el paso del tiempo y la expansión urbanística de las últimas décadas, ofreciendo una parada imprescindible para bandadas de aves que cada estación buscan aquí descanso y alimento antes de partir de nuevo hacia destinos lejanos.
En el Centro de Observación de la Naturaleza de la reserva, un gran ventanal permite espiar las aves, los niños aprenden jugando, 140 voluntarios se involucran en la educación ambiental o limpieza, y 6 «rangers» de los pájaros velan por todo.
Fumiko Oyama, tokiota de 58 años, es una de las “ranger” o guardabosques que desde hace dos décadas protege la reserva natural donde repostan chorlitos, agachadizas, patos silvestres, grullas, cangrejos, almejas y muchas más especies.
Cuando Oyama habla de las aves, las humaniza: «Creo que los pájaros comprenden y saben todo». Y al contrario que las limitaciones humanas nacionales, «no hay restricción de fronteras para ellos», apunta.
NO ES UN MILAGRO, ES ESFUERZO
«Es importante el mensaje de estas aves, volver una y otra vez. Para protegerlos, los humanos hemos de involucrarnos. Sin la gente y el esfuerzo del pasado, este centro no existiría», dice de la importancia de un lugar que cada año recibe 50,000 visitantes.
La historia de este rincón superviviente a la megalópolis y su periferia, no es casual. Oyama relata que en 1898 el humedal se utilizaba para la producción de sal. En 1924 se convirtió en zona de recreo con playa, pesca de almejas y se alzó un parque de atracciones como reclamo turístico nacional.
En 1979, la bahía de Tokio reclamó el terreno como parte de un proyecto de expansión y la reserva estuvo en riesgo de desaparecer, como gran parte de los humedales costeros que rodeaban la capital japonesa desde antaño y han ido urbanizándose en el último siglo.
«El 90 % de los humedales de Tokio han sido reducidos, solo queda el 10 % del original, y lo mismo ha ocurrido con el número de pájaros y animales», advierte la guardabosques.
La oposición ciudadana logró frenar el proyecto y en 1988 la reserva se convirtió en Área Protegida. Aún así, no se pudo evitar el paso de la autopista por uno de sus laterales.
Desde 1993 forma parte de la Convención Ramsar, una lista de humedales de importancia internacional por su función ecológica y valor económico, cultural, científico y recreativo.
«No es un milagro, fue protegida por los ciudadanos», afirma la guardabosques contundente.
MENOS AVES Y MÁS MICROPLÁSTICOS
De casi 45,000 agachadizas y 12,000 chorlitos que llegaban cada año al humedal en los noventa, en 2015 se contabilizaron 9,000 y 1,000 respectivamente.
«La cantidad de aves está disminuyendo drásticamente, pero ¿por qué ocurre? nadie sabe responder», opina la guardabosques Oyama.
«Podría ser la reserva, el cambio climático o que las aves han encontrado un lugar mejor con mayor acceso a alimentos», razona esta guardiana.
Otros de los problemas a los que se enfrenta el humedal son la basura y los microplásticos, que entran de la bahía a través de los canales por las mareas y acaban deteriorando la calidad del agua o ponen en peligro a las especies.
La almeja local típica de Tokio llamada «Hamaguri» está extinta, y una alga autóctona conocida como «Asakusa-nori», famosa antiguamente por deleitar los paladares capitalinos, está en riesgo y ya no se puede comer, explica la guardabosques.
Para Rumiko Ureshino, residente en el lugar y de 73 años de edad, evitar que el humedal fuese un basurero la impulsó a convertirse en voluntaria de la reserva natural.
«Empecé como voluntaria para impedir, en primer lugar, que esto se convirtiera en un vertedero y mantenerlo limpio. Después, quise participar para protegerlo y que todo el mundo pudiese disfrutar de un lugar de relajamiento», dice Ureshino.
«Vienen escolares de excursión y les guiamos», cuenta esta voluntaria, orgullosa del paraje que sostienen en la ciudad junto a las aves de paso.