Galápagos, 14 de septiembre de 2021 (EFE) – Nadie sabe cómo ni cuándo exactamente llegó a Galápagos, pero la mora se ha convertido en una de las especies invasoras que más amenazan los ecosistemas del archipiélago por su agresividad, la conquista del suelo, el cierre de vías a la fauna y las heridas que causa a los animales.
Visibles en numerosas partes de las islas ecuatorianas, sobre todo en las más altas, este tipo de planta, aparentemente traída en algún momento de la década de los 70 u 80 del siglo pasado con fines agrícolas, se ha convertido en un auténtico problema para el ecosistema.
«En el continente es una especie que se encuentra en estado natural y tiene otras con las cuales compite, por lo que no llega a ser tan agresiva. Pero, en Galápagos, el problema es que cuando fue introducida, no tenía competidores y ocupó un espacio ecológico vacío», explicó a Efe Diego Ortiz, investigador de ecología y biología molecular de la Universidad San Francisco de Quito (USFQ).
EL MANTO CONQUISTADOR
Coordinador del proyecto «Barcode Galápagos», que se dedica desde hace un año a recolectar pruebas de tierra y agua para inventariar la flora y fauna de estas exclusivas islas volcánicas, Ortiz advierte que «la planta de la mora llega a cubrir el terreno de todos los lugares» en los que se disemina.
«Crea un manto en la parte superficial y también debajo de la tierra, que evita que otras especies endémicas puedan desarrollarse», asevera.
La mora galapagueña más profusa -hay cuatro tipos según la base de datos de la Fundación Charles Darwin- responde al nombre científico de «rubus niveus» cuyo origen se ubica en las proximidades del subcontinente indio.
Al archipiélago llegó aparentemente con fines agrícolas cuando se desconocía el impacto que podría tener, ni existía -como lo hay actualmente- un conocimiento científico avanzado para prever sus consecuencias, así como tampoco un estricto control biosanitario para impedir el ingreso de especies invasoras.
Sus semillas, según la Fundación Charles Darwin, permanecen viables en el suelo por lo menos cuatro años (otros estudios afirman que diez), y son diseminadas por roedores y aves que se alimentan de sus frutos.
Y lo que es aún peor, su densidad, puede llegar a las 7,000 semillas por metro cuadrado, según el «Galapagos Conservation Trust».
ISLAS BIODIVERSAS
Situado a unos mil kilómetros al oeste del continente, el archipiélago de Galápagos está formado por trece islas grandes, nueve medianas y 107 islotes, y por sus tierras circulan tortugas gigantes, pinzones y albatros, con una explosión de vida animal y vegetal sin parangón.
Debido a su biodiversidad y a que muchas de sus especies son únicas, las autoridades ecuatorianas mantienen un estricto control para tratar de impedir el acceso de cualquier invasor, aunque se trata en cierta medida de una lucha perdida de antemano.
Una suela de zapato, la maleta de un turista, o el casco de cualquier buque pueden diseminar cualquier semilla o bacteria, y tampoco están exentos el viento, el agua y la acción de otros animales.
El proyecto «Barcode Galapagos», lanzado por el Centro de Ciencias de Galápagos (GSC), la Universidad San Francisco de Quito (USFQ), y con apoyo de la Universidad británica de Exeter, sirve entre otros objetivos, para detectar el avance de la mora, porque sus pruebas en el terreno demuestran por dónde se va propagando y cómo.
«La mora crece de manera muy exorbitante, cubre un área extensa de tierra en la parte superior, no permitiendo que llegue luz a otras semillas y que puedan germinar», abunda Ortiz mientras supervisa un campo silvestre en la parte alta de la Isla San Cristóbal, la más oriental de Galápagos.
Por debajo del suelo, dice, sus raíces forman otro manto a modo de «red» que no permite que «otras plantas se puedan desarrollar».
LUCHA DE CONTENCIÓN
Pero su impacto en el ecosistema va mucho mas allá de la «conquista» del suelo, el desarrollo de la agricultura, o el desplazamiento de otras especies de flora.
El arbusto de la mora llega a tener ramas de más de medio metro y una envergadura de 120 lo que, sumado a su alta concentración y sus largas espinas, crean auténticas barreras al paso de la fauna.
El entramado de espinos que generan sus ramas taponan, por ejemplo, los desplazamientos de las famosas tortugas de Galápagos, conocidas como «jardineras» porque, en su lento desplazamiento, van abriendo surcos en la tierra y defecando millones de semillas, regenerando con ello los distintos ecosistemas.
«La mora obstruye el paso de los animales e impide estos procesos ecológicos», lamenta el investigador.
Y no sólo amenazan a las especies endémicas, sino que suponen un serio obstáculo a las especies introducidas de ganadería, porque a menudo las espinas rasgan sus ubres.
Acompañado por un grupo de asistentes de un proyecto de ciencia ciudadana, Ortiz es consciente de que la mora es a estas alturas inexpugnable, y que despojar el suelo de estos arbustos es una batalla perdidas.
«Es muy difícil combatir la mora, pero con el proyecto ‘Barcode genético’ estamos estableciendo un base de conocimiento para futuros controles, estudiando el suelo para ver qué bacterias están asociadas a esta planta y saber de qué manera podemos reducir su impacto», concluye Ortiz sobre una planta que en apenas tres décadas se va haciendo dueña y señora del territorio.