Llamchamacocha (Ecuador), 29 jun (EFE) – Vestido con una camiseta azulgrana con el nombre de Messi en el dorsal, un niño de la nacionalidad Sapara viaja en una canoa por un río de la Amazonía ecuatoriana. De la selva lo conoce todo, aunque no tiene ni idea de quién es el astro argentino del fútbol.
«¿Eres del Barça?», pregunta una foránea para iniciar la conversación, y ante el mutismo del menor, insiste: «¿Te gusta Messi?», a lo que el niño, con un inusual pelo castaño, responde con cara de desconcierto, reflejo inequívoco de su desconocimiento.
Con solo 10 años, los niños de esta nación indígena navegan sus canoas con absoluta destreza por los ríos de la cuenca que fluye hasta el Amazonas, pertrechados con unos largos y rígidos tallos. Pese a su juventud, conviven con un entorno natural tan salvaje como único, del que forman parte indisoluble y que, para la mayoría, es su único mundo conocido.
Las vías fluviales son la única conexión entre comunidades, y la Sapara al ser la más pequeña de las nacionalidades originarias de Ecuador, se encuentra en una lucha por su existencia a la que se ha sumado una nueva amenaza: la COVID-19.
«Como nacionalidad declaramos mantener el semáforo rojo. Está prohibido el ingreso y retorno de personas particulares a nuestro territorio», anunció esta semana la presidenta del Consejo de Gobierno Sapara, Nema Grefa.
PUEBLOS INDÍGENAS EN LA ENCRUCIJADA
Asentados en la provincia suroriental de Pastaza, esta nacionalidad está compuesta por apenas 570 miembros, y la amenaza del coronavirus les ha forzado a un aislamiento voluntario para evitar contagios y un posible etnocidio.
Declarado en 2001 Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, el pueblo sapara puede, de momento, considerarse privilegiado. No registran positivos, quizá en buena medida debido a que no disponen de carreteras que conecten sus asentamientos con otros municipios, pero su reducido número los coloca al borde del abismo si llegara el virus.
No ha sido el caso de otras comunidades étnicas amazónicas que ya cuentan contagiados y fallecidos, y brotes como el de los waorani, cuyo territorio colinda con el sapara, donde según las denuncias el 70% presenta síntomas de coronavirus.
La paulatina pérdida de los territorios ancestrales por actividades industriales como la tala y la extracción de combustibles y minerales, los vertidos de crudo y pesticidas, y un aislamiento voluntario que conlleva la inevitable falta de acceso a la salud y productos básicos, sitúan a las nacionalidades originarias amazónicas bajo una amenaza extrema.
ASENTAMIENTO LIBRE DE COVID-19
Unas 30 personas, apenas cinco familias de saparos, residen en la comunidad de Llamchamacocha, situada en la cabecera del río Conambo, que serpentea entre la tupida vegetación por este territorio indígena.
Es uno de los 26 poblados de una nación endémica, que de acuerdo a sus líderes, abarca un territorio ancestral de 375.000 hectáreas.
Aunque algunos reciben al visitante con mascarillas, en su día a día no conocen de medidas de bioseguridad y su actividad se circunscribe a la pesca con arpón, la caza con cerbatana o la más moderna carabina, además de la cosecha de yuca, plátano y hortalizas en «chacras» o parcelas de cultivo individuales.
Los niños de la comunidad juegan todas las tardes al deporte rey en una enorme cancha de césped auténtico y porterías hechas con palos de madera, aunque no saben de clubes ecuatorianos ni tampoco de un tal Messi.
El campo principal de la comunidad, que a veces se convierte en un lodazal por las intensas lluvias propias del clima amazónico, se ubica junto a la pista de aterrizaje y despegue de las avionetas con las que llegan víveres y, antes del COVID-19, algunos grupos de visitantes extranjeros muy particulares.
UN TERRITORIO SIN CARRETERAS
A diferencia de otras nacionalidades indígenas de la región, los saparos rechazan la construcción de carreteras por el riesgo medioambiental que entrañan.
«Si vienen carreteras los buses arrojan gasolina y nos contaminan el río y llegan los madereros», advierte Ipiak, una adolescente de 16 años que luce un enorme pendiente de bambú en su oreja derecha.
El líder de la comunidad, Manari Ushigua, menciona el «ecocidio» que sufrieron cuando la población, conocida como una de las más numerosas de la región amazónica, pasó de unos 20.000 miembros a poco más de medio millar en Ecuador, y un número similar en el vecino Perú.
La fiebre del caucho entre 1875 y 1914, que los esclavizó y trajo de la mano enfermedades que diezmaron a poblaciones enteras, además de conflictos e incursiones de otros grupos indígenas, redujeron considerablemente su número hasta el borde de la extinción.
En la actualidad, son los últimos representantes de un grupo etnolingüístico que comprendía muchas otras poblaciones antes de la conquista española, que resistió los intentos de cristianización de un fraile «que decía que era dios», y que busca preservar su identidad con la asimilación de pobladores de otras nacionalidades como la Achuar y la Kichwa de Sarayaku mediante matrimonios mixtos.
Conscientes de su dilema existencial, la nacionalidad ha pedido al mundo con una declaración denominada «Kamunguishi», voz sapara que significa «renacer», que se respete la selva, «Naku», y su forma de vida ancestral.
«Como nación Sapara le hemos dicho al Estado: déjanos vivir como nosotros queremos vivir», explicó a Efe su líder Manari, tocado con un colorido penacho, tras oficiar una ceremonia ritual.
LENGUA EN EXTINCIÓN
Apenas tres personas mayores de la nacionalidad hablan el idioma sapara, pese a que se han elaborado borradores de su gramática y lexicón e intentado enseñar el dialecto a las nuevas generaciones.
Mukutsawa Santi, abuela de la comunidad es una de ellas, y pese a que se expresa con sus familiares en kichwa, lengua vehicular impuesta por la nación Sarayaku, no desiste en su empeño de hablar a sus nietos en el idioma que le enseñaron sus padres.
«Mi hermana mayor, con la que hablaba en sapara está en la cama enferma y ya no podemos charlar», lamenta entre sollozos esta mujer, de edad incierta.
Junto a su choza de madera de una sola planta y tejado a dos aguas de hojas prensadas, Santi cuenta a través de uno de sus descendientes que hace de traductor, cómo perdió a sus padres a una edad temprana en la fiebre del caucho, en lo que fue una generación perdida.
Los sapara representan una ínfima parte de ese 1.36 millones de ecuatorianos que se definen como indígenas, y su lengua, también conocida como «kayapwe», es estrictamente oral.
LA VIDA ES SUEÑO
Mantienen además una relación muy particular con el mundo onírico y viven y conviven con los sueños, que los conectan con el mundo espiritual y de sus ancestros.
«Es un pueblo de los sueños porque tenemos grandes intérpretes. Soñamos para vivir y vivimos para soñar», afirma a Efe la joven Sani Montahuano, de 22 años.
Así, cada día, aún de madrugada, es común que grandes y pequeños se junten en torno a una infusión de guayusa recién hecha, acompañada por «chicha» de yuca, bebida ceremonial elaborada a base del fermento del tubérculo, para interpelar y darle sentido a lo soñado.
De acuerdo a las interpretaciones, los saparas creen que pueden conocer qué porvenir les espera y construir su propia cosmovisión.
Situaciones como la llegada de una enfermedad mortal al planeta, que luego han conocido como el coronavirus, o la extinción de su lengua, han sido soñadas o incluidas entre sus profecías genésicas en las que resulta fundamental el uso ritual de la ayahuasca, una combinación de plantas amazónicas considerada uno de los psicotrópicos más potentes y empleada de forma medicinal en terapias de desintoxicación.
«Nos sirve para conectar con nuestra segunda vida de los sueños y proteger la comunidad -aclara Montahuano-. Podemos comunicarnos con nuestros abuelos y los espíritus para que nos defiendan y guíen».
INUSUAL CABELLO ROJIZO
De tanto en tanto, los saparos conviven con otras poblaciones conocidas como los «no contactados», descritos como «aquellos que pueden convertirse en árboles» y «no ser vistos» por su habilidad para mimetizarse con el entorno y morder una planta selvática gracias a las cual pierden todo rastro oloroso humano.
Las jóvenes de la comunidad suelen dejarse la cabellera larga y teñirse el pelo con una planta conocida en su dialecto como aritiawku, que deja las manos negras como el carbón. En su cosmovisión, este pueblo procede de un mono de pelaje colorado llamado Kutu, razón por lo que, creen, muchos de sus descendientes tienen el cabello con inusuales tonos rojizos.
Pero su fábula fundacional incluye al primer hombre saparo llamado Tsitsano, que es guiado por una tórtola a lo largo de un sinnúmero de peripecias y animales que quieren devorarlo, hasta que finalmente es salvado para establecer un nuevo pueblo.
«No queremos perder esto, queremos dejar algo para nuestros nietos, que puedan ver lo bello de la Amazonía», concluye la joven aferrada a un único sueño individual y colectivo: el de la supervivencia.