Por Lucía Blanco Gracia
Agencia EFE
DOLLOW (Somalia) – Ir de casa en casa, sentarse con las mujeres y poner palabras a lo que suele silenciarse: ése es el trabajo de la asistente social Fartun Mumin Abdille, que sabe de primera mano cómo la crisis climática ha convertido Somalia en un país más hostil para las mujeres.
«Después de la sequía, hemos visto muchos casos de matrimonio infantil, violencia física e intentos de violación», dice a EFE Abdille en el campo de desplazados de Ladan, cerca de la ciudad somalí de Dollow (suroeste).
Este campo se estableció en 2021 durante la peor sequía que ha sufrido el país en los últimos cuarenta años y está habitado por más de 20,000 personas, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Al entrar en Ladan y divisar las filas ordenadas de casitas de uralita azul -diferentes a otros campos compuestos por cabañas-, hay muchos problemas evidentes en los que fijarse: falta de comida, de agua, de servicios médicos…
Pero entre la escasa zona de juego infantil y los caminos polvorientos que definen este paisaje, se esconde otra realidad sobre la que todavía es difícil conseguir datos en Somalia: el agravamiento de la desigualdad de género por el cambio climático.
Mayores desigualdades
«El cambio climático afecta desproporcionadamente a las mujeres y las niñas porque exacerba las desigualdades que ya existían», explica a EFE Joyce Jelagat, experta en género del Centro de Predicción y Aplicaciones Climáticas (ICPAC) de África oriental.
Este impacto, detalla Jelagat, empieza con la escasez de recursos y la devastación derivadas de choques climáticos extremos que obligan a las mujeres a buscar agua y leña en lugares más lejanos e inhóspitos, exponiéndolas a la violencia sexual.
El peligro no hace más que agravarse cuando la muerte de su ganado por la sequía y la inundaciones las obliga a sustituir sus hogares por campos de desplazados, donde la falta de cerrojos, puertas y lavabos seguros las deja de nuevo a la intemperie.
«La mayoría de casos que recibimos son de violencia doméstica o de pareja», relata Abdille, quien atribuye este fenómeno al impacto sobre la salud mental de los hombres por la pérdida de su papel de «proveedor» familiar y al carácter patriarcal de la sociedad somalí.
También los matrimonios infantiles aumentan en este contexto -en un 3 %, por ejemplo, entre octubre de 2021 y marzo de 2022, según la ONG suiza CARE-, cuando las familias casan antes a sus hijas para conseguir a cambio el ganado de la tradicional dote.
Además, «al perder su modo de sustento, las madres tienen que buscar trabajo fuera del hogar y las hijas adolescentes acaban abandonando la escuela para ayudar en casa», asegura a EFE Nawal Saed, asesora de igualdad de género en esa organización.
Un impacto sin datos
Aunque esta es la realidad que viven cada día las mujeres somalís en los campos y que detectan los trabajadores de las organizaciones humanitarias sobre el terreno, el país se enfrenta a un problema: la escasez de datos públicos, actualizados y exhaustivos.
«Todo el mundo habla del impacto sobre las mujeres que tiene el cambio climático pero no se ha invertido suficientes fondos para conseguir datos disgregados por género», argumenta Jelagat.
A este problema global en Somalia se suman más de tres décadas de conflicto y la violencia del grupo yihadista Al Shabab, que han dejado al país sin bases de datos nacionales actualizadas e impiden el acceso a ciertos territorios.
Además, la violencia sexual es todavía un gran tabú en la sociedad somalí, algo que hace que las mujeres no denuncien en muchos casos y que explica en parte la decisión del Fondo de la Población de las Naciones Unidas (UNFPA, en inglés) de no publicar las cifras que registra en el país, aunque sí señala que los casos crecieron en 2022 y 2023.
A pocos kilómetros de Ladan, refugiadas del sol inclemente dentro de una cabaña del campo de desplazados de Kabasa, una treintena de mujeres sentadas sobre esteras de colores cuentan el dinero reunido en el grupo de ahorro informal del que forman parte.
A ellas, la falta de datos no las hace dudar: «Cuando hay menos recursos, nosotras también decidimos menos», lamenta Amina Hussein, residente desde hace ocho años en este campo establecido en diciembre de 2017, cuando otra devastadora sequía golpeó al país.
A pesar de todo y después de verse forzada a abandonar su hogar porque los yihadistas no le dejaban ejercer su profesión -cantante-, esta viuda de 50 años parece recuperar ahora todo el poder que le han quitado cuando rompe a cantar blandiendo en sus manos un fajo de billetes.