Por Sandra D. Rodríguez Cotto
Esta semana, volvió a ocurrir. La pestilencia que da ganas de vomitar lo revela, y no queda otra alternativa que admitirlo, aunque sea tan horrible que no queremos ni enterarnos. Este escenario dantesco se repite una y otra vez, casi siempre entre mujeres ancianas y solas, pero a nadie parece importarle, porque la atención se dirige a Edwin Mundo, a Vega Borges o al nuevo disco de Bad Bunny.
Cualquier cosa, menos lo que nos golpea de frente, hasta que las náuseas nos obligan a ver y aceptar lo que hay. Otra vez, resultó ser el cadáver descompuesto de una mujer que yacía en su dormitorio, en el barrio Santa Catalina en Coamo.
Su nombre era Tilsa Pagán Cárdenas, de 71 años, y estaba en avanzado estado de descomposición, según informó un agente de la División de Homicidios del Cuerpo de Investigaciones Criminales de Aibonito. La septuagenaria se une a las estadísticas: otra mujer anciana y sola que muere y que es encontrada por la peste.
Me recordó aquel caso de diciembre pasado, el de la anciana que estuvo dos semanas muerta en su casa en la urbanización El Cerezal en Cupey, mientras su hija adulta, con síndrome de Down y mentalidad de una niña de apenas cinco años, no entendía nada.
La hija estaba en inanición, pero pensaba que su madre simplemente dormía. Le tiró una vieja y roída sábana blanca para arroparla y se quedó mirándola. Pasaron dos semanas, sin comer, hasta que los vecinos, cansados de la peste, llamaron a la Policía. Aquel caso me estremeció hasta las entrañas porque el abandono es la triste realidad que vivimos todos, sin pausa.
Cuando no es abandono, es un asesinato vil, cruel y despiadado. Eso también se vivió hace unos días en el barrio Arenales Bajos en Isabela, cuando identificaron a un matrimonio que fue amordazado y tiroteado en su propia casa. El hombre tenía 83 y la mujer, 77 años. Los mataron para robarles después de desconectar las cámaras de seguridad. La investigación apenas comienza, pero ya hay una pareja asesinada.
Los baños en sangre, la peste insoportable, las cucarachas y las moscas siempre son los testigos de ese abandono inmisericorde en el que mantenemos a los ancianos en Puerto Rico. Vivimos en una sociedad violenta y malintencionada, porque no respeta a los mayores, aunque lo proclame, sabiendo que son la mayoría de esta misma sociedad.
¿Qué nos pasó como pueblo? ¿Dónde quedó esa tradición de respetar a los abuelos y padres, y cuidarlos? ¿Por qué no admitimos el abandono y la negligencia en los que los dejamos?
En junio pasado, el Departamento de la Familia informó que había más de 100 ancianos abandonados por sus familiares en distintos hospitales del país. La Familia tuvo que asumir la subvención parcial o completa de 5,725 individuos, entre adultos mayores y personas con alguna discapacidad, según se informó entonces. O sea, terminamos todos, como sociedad, pagando ese abandono a través de las contribuciones.
En julio de 2022, la Encuesta de la Comunidad de Puerto Rico del Censo de Estados Unidos estableció que el 22.7% de la población en la Isla tenía 65 años o más. Las cifras apuntan a que seguirán aumentando.
Con los ancianos que mueren y son descubiertos por la peste, también nos golpea a todos otra verdad irrefutable: la violencia hacia las mujeres y los niños. Aunque el Departamento de la Familia se opone a que se declare un estado de emergencia por la violencia infantil —para que el titular no les afecte, y menos en un año preelectoral—, lo cierto es que los casos abundan.
Adolescentes desaparecidas, niños maltratados, bebés que llegan muertos y llenos de hematomas a las salas de emergencia, niñas violadas por sus padres. Añádase a esa nefasta receta los feminicidios y los asesinatos de personas trans. Crímenes de odio como el que le hicieron a Alexa, que todavía duele en el alma pensar en lo que sufrió.
Vivimos en un país cargado de violencia, pero no se admite. Como el alcohólico que no admite su adicción, nos atosigan ex políticos en la radio hablando de candidaturas, mientras el país se desmorona, y no hacemos nada para detenerlo. A los pocos que hacen algo, los persiguen, como pasa con los manifestantes que protestan por evitar la destrucción ambiental.
Una, como periodista, no puede hacer mucho más que denunciar, a ver si alguien se mueve y detiene esto. ¿Si todos nos unimos, podremos detenerlo? ¿Pero cómo se hace?
Y claro, me contesto a mí misma diciéndome que lo que vivimos es poco, si se piensa en lo que se vive en Ucrania o el exterminio que enfrentan ahora mismo millones de palestinos a manos de miembros del ejército israelí, apoyados por Estados Unidos, después de que salvajes terroristas de Hamás secuestraran y aniquilaran a judíos la semana pasada.
La guerra es atroz, pero siempre es guerra. Allá en Ucrania o en Gaza es directa, pero aquí en Puerto Rico tenemos nuestra dosis de guerra no declarada, que viene asesinándonos como pueblo desde hace muchas décadas.
Pero más allá de los tiros, las drogas o la violencia, lo que de verdad nos está matando es la indiferencia. El pasar la página. El escapar de la realidad tan mala que no la queremos ver. No la admitimos.
La prioridad es el abandono de nuestro pueblo y eso, aunque duela, hay que detenerlo.