Madonna lo volvió a hacer. No. No fue que se volvió a pasar la bandera de Puerto Rico por la vulva como hizo en el 1993 en su concierto en el Juan Ramón Loubriel en Bayamón.
En aquel momento en la Legislatura se rasgaron sus vestiduras, varios senadores la acusaron de profanar el símbolo patrio, y hasta una resolución de censura aprobaron. Como si ese mismo símbolo no lo defecaran o se le mearan encima tantos corruptos que han pasado por ese frío mármol del Capitolio.
No. Fue que Madonna hizo una de las suyas. No se trató de un mero cambio de pareja ni de adoptar nenes africanos que viste ahora de nenas. No fue el usar la cruz, el rosario y los santos en sus vídeos. Tampoco fue el degenere del vídeo con la rapera dominicana Tokischa, restregándole al mundo su fluidez sexual. Fue algo mucho más irreverente y dirán algunos, que hasta inmoral. Osó retar a la vejez. Su vejez.
Ese peso del tiempo que va cambiándolo todo y es implacable. Si eres tan blanca como el papel, como es ella, las arrugas se ven más profundas. Más fuertes. No son las venitas azules ni los capilares rojos en los cachetes, rosaditos, que llenaban su cara en forma de corazón de una lozanía única. Las huellas de tiempo hablan de la vida, y de las malas noches. O quizás, de las buenas, cuando son muchas.
¡Ay las cirugías! A la mujer se le juzga si se pone vieja y se deja el pelo lleno de canas y no esconde sus arrugas como Sara Jessica Parker y Jamie Lee Curtis. Pero también se le juzga si decide darse un estirón para tratar de retrasar ese tic-tac del reloj que refleja siempre el paso inexorable del tiempo.
A Madonna la han destrozado en los medios siempre, pero en estos días han sido incluso más duros que nunca con ella. Todo fue porque en la ceremonia de los Grammys la cámara no pudo ocultar su cara hinchada, de pómulos a punto de reventar y la boca rara, con ese look que se repite siempre que hay una cirugía estética de más.
Son las que se estiran tanto, que cambian y se alteran para siempre. Se transforman en otras caras, como esas en las que el huequito en el mentón parece como si fuera el obligo que se lo estiraron de la barriga. Gatúvelas, como con una careta de cachetes hinchados y una cara como si fuera a reventar.
Como le pasó a Alejandra Guzmán, la rockera mexicana, que una de esas operaciones para ponerse nalgas por poco le cuesta la vida. Su cara ahora es otra. Y su madre, que fue sex symbol en la época de oro del cine mexicano, Sylvia Pinal, también se alteró. Parece que la presión a las artistas mexicanas era intensa pero no todas salieron bien del quirófano. Igual pasó con dos o tres venezolanas, con las colombianas que desde la novela “Sin Tetas No hay paraíso” no paran de ponerse implantes…. Y claro, las boricuas.
Aquí en Puerto Rico eso de las cirugías plásticas es casi una industria. Mucho más allá de las reinas de belleza, las presentadoras de televisión o las Housewives de Miramar-Dorado-Guaynabo. Hay en todas partes y de todas estratas sociales.
De esas que se gastan el cheque de la quincena con inyecciones de Botox o tapándose las canas con tinte rubio, que es el más que se vende porque en Puerto Rico casi el 90% de las mujeres son rubias by choice, not birth. (Ok, con eso del tinte admito que caigo yo, pero tiene que ser negro. Eso de una negra rubia es para Beyoncé, y para las de la época de mami, pues, a lo Carmita Jiménez).
El tema de la vejez tiene mucho que ver con la imagen falsa que se obliga en esta sociedad cargada de odios y prejuicios. El discrimen lo impregna todo hasta el punto de ver lo que pasó aquí esta semana cuando unos nenes en un TikTok decían que debían matar a todos los negros. Brutos. No saben que en Puerto Rico todo el mundo tiene su rajita, aunque lo niegue.
A lo mejor son hijos de los que dicen que todo lo blanco y lo americano es mejor, y se van a la Florida pensando que es como Disney, para toparse con un confederado como DeSantis. Ese troglodita gobernador que prohíbe libros, y que poco le falta para ponerse la capucha blanca porque, después de todo, es el sur, donde persiste el racismo más crudo.
¿Por qué entonces someterse al bisturí? ¿Y por qué no? ¿Por qué Madonna se puso nalgas? ¿Fue porque Bad Bunny dijo que todo el mundo quiere ser latino, pero le falta el “flow”? ¿Por qué llegar a ese extremo de convertirse en una muñeca fabricada como las Kardashians? ¿O es que todas las mujeres, de alguna manera tenemos que fabricarnos y rehacernos constantemente? Obvio que sí. En la vida, en la carrera, en las decisiones, y muchas optan por sus cuerpos.
¿No se suponía que las mujeres lucharon y luchan por decidir sobre sus vidas y sus cuerpos? ¿Fue que Madonna estaba triste, o descartada, o se sintió presionada para verse joven y decidió cambiar su aspecto? ¿O fue un acto más de su irreverencia habitual? Yo creo que fue lo último. Fue demostrar que ella es ella y toma sus decisiones, como debe hacer cualquier mujer. No somos propiedad de nadie más que de nosotras mismas. ¿O lo somos?
Madonna volvió a dar un mensaje que caló hondo porque ella no iba a soportar estoica, como han tenido que hacer tantas otras cuando las juzgan bajo el crisol de los prejuicios. Ella, a sus gloriosos 64 años no tiene nada que probar ni nada que aguantar, y ha dado una gran lección.
“Una vez más estoy atrapada en el resplandor del prejuicio por la edad y la misoginia que impregna el mundo en el que vivimos. Que se niega a celebrar a las mujeres mayores de 45 años y siente la necesidad de castigarla si continúa siendo obstinada, trabajadora y aventurera. Nunca me he disculpado por ninguna de las elecciones creativas que he hecho ni por la forma en que me veo o me visto y no voy a empezar ahora. Los medios me han degradado desde el comienzo de mi carrera, pero entiendo que todo esto es una prueba. Estoy feliz de ser pionera, para que a todas las mujeres después de mí les sea más fácil en los años venideros. En las palabras de Beyoncé, no romperás mi alma. Espero por tener muchos años más de comportamiento subversivo, empujando los límites para hacerle frente al patriarcado. Y, sobre todo, disfrutando de mi vida”, dijo Madonna.
Amén. No hay nada más que decir.
Por Sandra D. Rodríguez Cotto