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Fascismo en los Estados Unidos: del mito histórico a la amenaza viva para Puerto Rico

Ey Boricua Por Ey Boricua
13 de octubre de 2025
En OPINIÓN
Tiempo de leer:12 mins de lectura
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El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. EFE/EPA/JIM LO SCALZO

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. EFE/EPA/JIM LO SCALZO

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Hoy, el fascismo no aparece con camisas pardas ni marchas con antorchas, sino con tuits y transmisiones

Dr. Rolando Emmanuelli Jiménez
Abogado y Profesor de Derecho

El fascismo no es un fantasma lejano de Europa en los años treinta. Es una lógica política que reaparece cuando el capitalismo entra en crisis y las élites recurren a soluciones autoritarias para preservar el orden. No es simplemente un estilo agresivo o un insulto, sino un fenómeno histórico con reglas propias: exige un mito de renacimiento nacional, busca destruir la oposición política, moviliza a las masas en torno al líder y, en su fase radicalizada, necesita guerra o represión para sostenerse.

La historia demuestra que ninguna sociedad capitalista que haya abrazado el fascismo radicalizado ha logrado estabilizarse sin desencadenar un conflicto civil interno o internacional. Alemania, Italia y España son la prueba viva: sus regímenes no pudieron vivir en paz con sus pueblos ni con sus vecinos. El fascismo no sabe gobernar en calma. Vive de la confrontación permanente, y cuando no hay enemigos, los inventa. Por eso vemos un Donald Trump con su Departamento de la Guerra, viendo enemigos fantasmagóricos tanto en Chicago como en Venezuela.

El teórico Roger Griffin definió el fascismo como un proyecto refundacional: la promesa de renacer la nación después de un supuesto período de decadencia. Esa narrativa exige enemigos internos y externos que expliquen la decadencia y que puedan ser eliminados para que la nación resucite. Robert Paxton, por su parte, explicó que el fascismo pasa por cinco etapas, y que en la última, cuando ya está en el poder, se radicaliza para cumplir su promesa de transformación total. Esa radicalización casi siempre conduce a la guerra interna o externa.

El fascismo no puede estabilizarse en frío porque su fuerza reside en la movilización permanente. Requiere victorias espectaculares: aplastar sindicatos, aniquilar minorías, conquistar territorios. Sin esas hazañas, las masas movilizadas se frustran, los líderes pierden legitimidad y el régimen se desmorona. Por eso la historia muestra que los fascismos se sostienen solo mientras generan violencia, represión o expansión.

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El ejemplo más contundente es la Alemania nazi. Hitler consolidó su poder destruyendo el movimiento obrero, ilegalizando partidos y persiguiendo a judíos, comunistas y opositores. Pero esa represión no era suficiente para mantener la ilusión del renacimiento alemán. La economía nazi, como demostró el historiador Adam Tooze, estaba llena de cuellos de botella: faltaban divisas, materias primas y alimentos. La única salida era la expansión imperial mediante la guerra.

Así, la “estabilidad” del Tercer Reich se construyó sobre el saqueo de Europa, el trabajo forzado de millones de esclavos y el genocidio. Fue una estabilidad efímera y criminal, que se sostuvo mientras la Wehrmacht avanzaba y saqueaba. Cuando la guerra se perdió, el régimen colapsó. El fascismo no pudo sobrevivir sin guerra, porque la guerra era su motor vital.

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Italia bajo Mussolini siguió un camino paralelo. Prometió orden y grandeza, pero la economía permanecía débil y la sociedad seguía dividida. Para ocultar el fracaso, el régimen impulsó guerras: Etiopía en 1935, España en 1936 y finalmente la Segunda Guerra Mundial. Cada conflicto buscaba dar sentido a la retórica del renacimiento imperial romano.

La realidad fue que, sin esas guerras, el régimen habría colapsado mucho antes. La represión interna y la propaganda no bastaban; hacía falta una epopeya exterior. Como en Alemania, la derrota militar reveló la fragilidad del experimento fascista.

España mostró otra vía: la guerra civil. Franco se impuso tras un conflicto fratricida que dejó medio millón de muertos. Su régimen se estabilizó porque aniquiló físicamente a sus adversarios. La paz franquista no fue diálogo, fue la paz de los cementerios. Décadas de represión, cárcel y fusilamientos aseguraron que la oposición no pudiera reorganizarse.

Estos tres casos muestran la misma lógica. El fascismo radicalizado no se puede sostener sin violencia. Sus tres motores principales lo empujan siempre al conflicto:

  • La necesidad de movilizar masas exige enemigos constantes.
  • La economía dirigida se enfrenta a límites que solo la expansión promete resolver.
  • La eliminación del pluralismo canaliza la energía política hacia la represión.

El fascismo no administra; combate. No negocia; aplasta. No gobierna; guerrear es su modo de existir. ¿Suena familiar?

Muchos creen que Estados Unidos nunca estuvo en riesgo de fascismo. La realidad es más incómoda. En los años treinta, la crisis económica creó un terreno fértil para discursos autoritarios. El “Padre Coughlin” llegó a tener audiencias de millones con mensajes antidemocráticos y antisemitas. El German-American Bund llenó el Madison Square Garden en 1939 con 20,000 simpatizantes nazis. Y el llamado “Business Plot” intentó articular un golpe contra Roosevelt para instaurar un régimen corporativo.

La diferencia estuvo en el New Deal y en la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt canalizó el descontento mediante reformas sociales: seguridad social, derechos laborales, regulación financiera. Y la guerra movilizó a millones, reactivó la economía y neutralizó tentaciones fascistas. Estados Unidos desvió el camino porque reformó hacia adentro y guerreó hacia afuera.

Tras 1945, Estados Unidos no desmovilizó su aparato bélico. Creó el complejo militar-industrial, al que Eisenhower advirtió en 1961. Ese sistema funcionó como una válvula: mantenía un estado de movilización permanente, pero dentro de un marco democrático. La Guerra Fría fue una guerra constante de baja intensidad que justificó presupuestos gigantescos de defensa y disciplina nacional, sin necesidad de instaurar un fascismo formal.

Ese equilibrio permitió al capitalismo estadounidense estabilizarse, pero no eliminó el riesgo. Solo lo canalizó hacia fuera.

Hoy, el fascismo no aparece con camisas pardas ni marchas con antorchas, sino con tuits y transmisiones. Un ejemplo palpable es Laura Loomer, activista de extrema derecha, cercana a sectores trumpistas. Su discurso concentra todos los elementos fascistas: odio racial, demonización de la inmigración, conspiracionismo y llamados explícitos a destruir a la izquierda.

En junio de 2025, Loomer escribió en Twitter: “Alligator Alcatraz. Feeding illegals to the gators. We need more of this energy.” (“Alcatraz de caimanes. Alimentando indocumentados a los caimanes. Necesitamos más de esta energía”.) En otro mensaje añadió: “Alligator lives matter. The good news is, alligators are guaranteed at least 65 million meals if we get started now.” (“Las vidas de los caimanes importan. La buena noticia es que los caimanes tienen garantizadas al menos 65 millones de comidas si comenzamos ya”.)

Estas frases no son bromas oscuras, sino metáforas genocidas. Transforman a inmigrantes en “comida para caimanes”, los reducen a desechos que deben ser eliminados físicamente. No hay aquí un debate sobre política migratoria, sino la deshumanización absoluta del enemigo interno.

En septiembre de 2025, tras el asesinato de Charlie Kirk, Loomer fue más lejos: “It’s time for the Trump administration to shut down, defund & prosecute every single Leftist organization. We must shut these lunatic leftists down. Once and for all. The Left is a national security threat.” (“Es hora de que el gobierno de Trump cierre, desfinancie y procese judicialmente a todas las organizaciones de izquierda. Debemos cerrar a estos izquierdistas lunáticos. De una vez y para siempre. La izquierda es una amenaza a la seguridad nacional”.)

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Este no es un simple exabrupto. Es una exigencia de usar el aparato del Estado para encarcelar a los adversarios políticos, sin juicio político democrático, sin diálogo. La izquierda ya no es un adversario con ideas distintas; es un “enemigo de la nación” que debe ser aplastado y eliminado. Esa es la lógica fascista en su forma más pura.

Muchos dirán que Loomer es solo una provocadora marginal. Pero esa lectura es peligrosa. La historia muestra que los fascismos comenzaron precisamente en los márgenes, con voces que parecían exageradas hasta que encontraron la coyuntura para entrar en el centro. Mussolini empezó con camisas negras que parecían pandillas; Hitler con discursos de taberna. El fascismo se normaliza cuando sus expresiones dejan de ser impensables y pasan a ser parte del debate público.

En Estados Unidos, frases como las de Loomer normalizan la idea de que hay enemigos internos que deben ser eliminados, no persuadidos. Eso erosiona la base misma de la democracia: el reconocimiento de que los adversarios son parte del mismo cuerpo político. Cuando el adversario se convierte en “amenaza existencial” y “cáncer”, la consecuencia lógica es la violencia o la cárcel. Desafortunadamente, el presidente Trump es un promotor incuestionable de estas ideas.

¿Significa esto que Estados Unidos ya es un país fascista? Formalmente no, pero está cerca, pues todavía quedan ciertos pesos y contrapesos. Pero el discurso fascista está normalizado en sectores amplios. La criminalización de la inmigración masiva, la identificación de la izquierda como enemigo interno, y el llamado a usar el Estado para encarcelar opositores son rasgos inconfundibles del fascismo.

La existencia de estos discursos en la esfera pública, amplificados por figuras como Loomer, y repetidos por el presidente Trump, muestra que Estados Unidos no es inmune. Como en los años treinta, las tensiones sociales, el racismo estructural y la polarización política crean el terreno fértil. La diferencia es que ahora la retórica circula en tiempo real, amplificada por plataformas digitales con millones de seguidores.

Para la nación latina puertorriqueña, este panorama tiene un matiz aún más grave. Puerto Rico vive bajo un régimen colonial que lo ata a las decisiones de Washington sin derecho real a voz ni voto. Si los Estados Unidos se deslizan hacia un fascismo radicalizado, sus consecuencias no serán abstractas ni lejanas: caerán de lleno sobre el pueblo puertorriqueño.

Ya lo vemos con PROMESA y la Junta de Control Fiscal, un experimento autoritario impuesto desde el Congreso sin consentimiento de nuestro pueblo. Si hoy, bajo una democracia liberal debilitada, se nos impone un tutelaje colonial con poderes dictatoriales, ¿qué podemos esperar de un Estados Unidos fascizado? La persecución a los inmigrantes, la represión de la izquierda y la criminalización de la disidencia se volcarán inevitablemente contra nosotros, un pueblo latino, colonizado, históricamente tratado como ciudadanos de segunda clase.

La radicalización fascista en Estados Unidos convierte a Puerto Rico en territorio de sacrificio. Seríamos el laboratorio donde aplicar políticas de represión sin costo político interno: el cierre de organizaciones independentistas, la persecución de movimientos sociales, la represión de la prensa crítica y la militarización. No es una conjetura lejana; ya en el pasado el colonialismo estadounidense usó la Ley de la Mordaza de 1948 para encarcelar independentistas. Un fascismo pleno no tendría reparos en repetir y multiplicar esa experiencia.

Por eso, la única garantía para la supervivencia política, cultural y social de Puerto Rico es la independencia. Solo como nación soberana podremos protegernos de la deriva autoritaria de Estados Unidos. Solo como Estado libre e independiente podremos establecer nuestras propias defensas legales, económicas y sociales contra un imperio que amenaza con hundirse en el fascismo.

La historia nos muestra que el fascismo necesita enemigos internos. Para Estados Unidos, Puerto Rico es un candidato perfecto: un pueblo latino, pobre, colonizado, con aspiraciones de soberanía. Si no rompemos las cadenas coloniales, seremos el próximo chivo expiatorio de una nación que, en su radicalización, necesitará sangre para sostener su mito de grandeza. La independencia no es solo un proyecto político; es un acto de autodefensa histórica.

Tags: autoritarismocolonialismodemocraciaEstados UnidosfascismopolíticaPuerto Rico
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