Un análisis sobre la colonización mental del pueblo puertorriqueño y la figura simbólica del esclavo que defiende al amo.
En la película Django Unchained, el personaje de Stephen Candie, interpretado magistralmente por Samuel L. Jackson, es un esclavo que no solo acepta su esclavitud, sino que la defiende con fervor, protege a su amo y persigue con odio a quienes intentan liberarse. Stephen no necesita látigo: él mismo lo empuña contra los suyos. Esa figura, aunque dolorosa, se ha convertido en símbolo de una realidad más profunda: el Síndrome de Stephen Candie, un fenómeno de colonización mental que se repite una y otra vez en pueblos oprimidos.
Puerto Rico, tristemente, no es la excepción. Durante más de un siglo, los puertorriqueños hemos vivido bajo una estructura colonial cuidadosamente diseñada para crear Stephens: personas que aman al amo, que defienden la opresión, que repiten el discurso del colonizador y atacan con rabia a quienes se atreven a soñar con la libertad. Incluso algunos hasta se creen familia del colonizador. Esto lo vemos cuando los anexionistas niegan la existencia de la nación boricua, nos llaman una “jurisdicción” y, ridículamente, llaman a los americanos “fellow Americans”. Este síndrome no es casualidad; es el resultado de un proceso largo, sistemático y psicológico colonial que ha moldeado nuestra identidad colectiva.
El espejo del colonizado
En el Puerto Rico contemporáneo, el Síndrome de Stephen Candie se manifiesta cada vez que un compatriota se burla de la independencia, cuando un político colonial presume las “ayudas federales” como si fueran conquistas, o cuando un anexionista grita con orgullo que “somos ciudadanos americanos” sin comprender que ese título no nos da ni soberanía ni respeto.
Los portavoces de ese síndrome suelen ser los más ruidosos en atacar a los independentistas. Se les ve en las redes, en los medios, en la política y hasta en las conversaciones familiares. Dicen cosas como: “La independencia nos matará de hambre”, “Con los americanos estamos mejor”, “Eso del nacionalismo es atraso”. Pero si uno observa más de cerca, lo que hay detrás de esas palabras es miedo: miedo a ser libre, miedo a tener que valerse por sí mismos, miedo a mirar el espejo de la historia y aceptar que han sido engañados.
Ese miedo, inculcado por generaciones de educación colonial y propaganda política, se disfraza de pragmatismo. “Yo no soy político”, dicen algunos, “yo solo quiero estabilidad”. Pero lo que llaman estabilidad es, en realidad, la sumisión institucionalizada de cadenas coloniales. El colonizado aprende a preferir la comodidad del amo y “bailar al son de sus cadenas” en lugar de asumir la responsabilidad de la libertad y la madurez política.
Los guardianes del yugo
Los partidos coloniales (el PNP y el PPD) han perfeccionado este síndrome. Lo utilizan como arma e instrumento político. Han convertido la dependencia y la sumisión en ideología. Prometen fondos federales, no derechos soberanos; presumen migajas, no conquistas. Y cuando alguien se atreve a hablar de independencia, activan la maquinaria del miedo: “se irán las ayudas”, “nos invadirá la pobreza”, “seremos como Cuba o Venezuela”.
Pero esa propaganda no solo proviene del poder; también la repiten los propios oprimidos. En las tertulias, en los salones de clase, en los púlpitos, se repite el mismo mantra colonialista: “mejor no cambiar nada”. Y mientras tanto, el país se hunde en la deuda, la emigración y la falta de dignidad.
El Stephen Candie boricua se siente importante defendiendo la colonia o, más aún, la anexión. Repite los argumentos de Washington y de políticos estadounidenses como si fueran propios. Ataca con más vehemencia a los soberanistas y patriotas que al propio Congreso. Y cuando ve a un compatriota alzando la bandera monoestrellada, siente una mezcla de envidia y temor, porque ese símbolo le recuerda todo lo que él ha renunciado a ser.
En el fondo, el síndrome no se trata de política, sino de una autoestima colectiva de inferioridad, un pilar importante de la mentalidad colonial. El boricua colonizado interioriza la idea de inferioridad y valora la supuesta superioridad de los estadounidenses y su poderío. Piensa que, por ser un boricua inferior, no puede gobernarse, que no puede producir, que no merece ser libre. Esa es la victoria psicológica del coloniaje: no conquistar el territorio, sino la mente y el espíritu.
Cómo se crea un Stephen Candie
El sistema educativo colonial ha sido el laboratorio perfecto para fabricar Stephens. Desde pequeños, los puertorriqueños aprendemos historia estadounidense con más detalle que la nuestra. Sabemos quién fue George Washington, pero no Ramón Emeterio Betances. Aprendemos a admirar el “American Dream”, pero no el sacrificio de nuestros patriotas. Se nos enseña inglés como herramienta de ascenso, pero no se nos enseña a amar el español como lengua nacional.
En los libros de texto, la independencia se presenta como un peligro, la soberanía como una fantasía y el colonialismo como una relación “de beneficio mutuo”. Así se siembra el síndrome. Así se entrena al esclavo a confundir su jaula con un hogar.
La prensa, controlada por intereses económicos alineados al coloniaje, refuerza la narrativa. Los programas de entretenimiento, las cadenas de noticias y los personajes de opinión construyen un consenso artificial: que la independencia es impracticable, que el coloniaje es inevitable y que la estadidad (donde el americano nos quiere) es el destino.
Romper el síndrome
Superar el Síndrome de Stephen Candie requiere una revolución de conciencia y patriotismo. No basta con cambiar partidos; hay que cambiar mentalidades.
Primero, debemos recuperar la educación como instrumento de liberación, no de domesticación. Un sistema educativo soberano y patriota (como en todos los países) debe enseñar historia nacional con orgullo, mostrar al estudiante que Puerto Rico tiene capacidad, talento y recursos para sostenerse. Debe inculcar que hablar de independencia no es un acto de locura, sino de valentía y madurez política.
Segundo, la cultura debe volver a ocupar el centro de la identidad. La música, la literatura, el arte y la lengua son las raíces que sostienen al pueblo. Cuando un puertorriqueño comprende que su cultura no es copia ni apéndice del país colonizador, sino creación viva y única, deja de sentirse menor.
Tercero, debemos fomentar el pensamiento crítico. El colonizado no cuestiona; obedece. Por eso, enseñar a pensar (no a repetir) es un acto revolucionario. Cada boricua que aprende a ver la manipulación del sistema, cada joven que descubre a Hostos, Albizu, Lolita o Corretjer, cada madre que enseña a su hijo que la bandera monoestrellada representa patria, nación y dignidad, está rompiendo el síndrome.
Finalmente, hay que entender que la independencia no es solo un estatus político; es una actitud espiritual. Es decir “basta” al servilismo, al miedo, a la mentira. Es recuperar el derecho a decidir nuestro futuro sin tutelas.
El renacer de la dignidad
El Síndrome de Stephen Candie no es invencible. Es fuerte porque se alimenta del silencio y del poder colonial. Pero una vez se nombra, se rompe el hechizo. Cuando el pueblo reconoce en sí mismo ese reflejo del esclavo que defiende al amo, puede comenzar a sanarse.
Puerto Rico no necesita más Stephens. Necesita ciudadanos libres, conscientes y orgullosos. Gente que entienda que la verdadera lealtad no es al colonizador ni al partido, sino a la patria. La libertad empieza en la mente. Y cuando el boricua se convenza de que merece ser libre, el sistema colonial no podrá sostenerse ni un día más.




